Hay una miseria ostentosa que muchos temen y pocos padecen, aún en tiempos de crisis. LLamémosla la miseria de los pobres, en fin, la pobreza que en todo se nota. Luego hay otra miseria más discreta que se llama soledad y de la que nos defendemos muy mal pero ¡sí! escondemos muy bien.
Esta miseria es de todos compartida y, si se me permite decir, iguala a los ricos con los pobres. Quisiera hablarles largo y tendido sobre esta miseria que nos encuentra sin recursos -- ya que los hemos todos monopolizados en contra de la otra: la pobreza que sigue llamándonos mucho la atención aunque, insisto, es menos frecuente -- pero me limitaré a contarles lo que pasó con R, un muy amigo mío, y eso lo haré en la más pura tradición de los ejemplos cuyo lema bien pudiera ser: instruir deleitando, como en el ejemplo XVII de El conde Lucanor de Don Juan Manuel donde un rico venido a menos pasa por la casa de un conocido que estaba comiendo y le pregunta muy flojamente si quiere comer.
- En buena fe, don Fulano, pues tanto me habéis solicitado y obligado que comiese con vos, no me parece que fuera bien en contradecir tanto vuestra voluntad ni romper vuestro ruego.
R, el muy amigo mío, medianamente rico, medianamente culto, setentón, que tiene buena casa y buena mujer, viene a verme muy a menudo. Como mínimo el martes y el jueves que dedicamos al noble juego de ajedrez. Suele llegar poco después de la comida hasta eso de las siete, que ya se va haciendo de noche. Hora es para R de volver a casa y cenar con J, su mujer. Pero a J, su mujer, le llama mucho su tierra, su familia, y quien sabe quien más, dice R con leve sonrisa. En esta su ausencia no faltara alimentos, platos preparados, guisados con amor, exquisiteces, en la nevera con sus respectivas instrucciones, no, no faltara nada, parece. Y mucho hace hincapié en ello, el muy amigo mío, en esta atención de J, su mujer ausente, que lo cuida, que lo mima, pero que no está esta semana.
- Pues hombre, no te molesta, pasas si quieres.
Me siento como obligado a decirle al muy amigo mío. Si digo que me siento como obligado es que mi mujer, ella, no se ha ido de viaje. Ella se queda siempre en casa y con dos veces por semana de R le basta y le sobra, con dos R casi se atraganta. La verdad es que aguanta muy poco la pobre desde que está enferma. Y mi amigo R, muy amigo mío el zorrastrón, sin haberle ni siquiera pedido consejo a Patronio como suele hacerlo el conde Lucanor cada vez que se le plantea un problema, dice, como no me ve muy animado y se me nota un poco floja la voz.
- Bueno, yo lo digo por ti, si con tu mujer enferma y este cuidado que le tienes y mucho te honra pero que no te deja ni salir, ¡fíjate! si no viniera yo de vez en cuando a jugar contigo al ajedrez. Además, la semana próxima no sé si podré venir, pero sí te llamaré si se me libera algo en mi agenda.
Claro que podrá venir el muy amigo mío, vendrá martes, vendrá jueves, los dos R de la semana, pero de momento tengo que agradecerle el favor de venir otro día más.
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