Creo que regreso a la España de mi infancia con retraso: ya no está Alfonso.
Lo llamó y no me contesta el hombre.
Por seguro sabe a quien llamo por su nombre.
Sería este su silencio su forma de decirme que ya no está este a quien me dirijo.
Quien queda con cara de amigo cuando con los años han caído las máscaras. Entre tantas había la de amigo. La que más tardo en caer. La en que más se fió uno. Por eso dicen que los amigos son de infancia. Porque ya hombre se desvela la cara del amigo como ya no tan amiga pero sí más de hombre que de niño. Que al niño le gusta tener o ser amigo, y todavía no sabe, y tardara mucho en saber, que sólo es un juego entre otros, como otros un juego de niño.
El hombre cabal, hecho y derecho, no se entretiene más con este juego de la amistad a menos que tenga algún interés en entretenerla porque si hay un nuevo juego que le anima es el juego de los intereses que ya no tiene de juego sino el nombre. Y entonces la máscara de amigo puede, ¿quién sabe?, servirle algo más a este fin que es otro y al que cree ahora que no cree más en la amistad.
Y sería para tirarla al suelo la máscara de la amistad si no le encontraría más fin y uso conforme con sus intereses que van creciendo mientras en él va disminuyendo el sentimiento. Pero a eso sirven las máscaras y va riendo el amigo con esa su buena risa de antaño que tanto te confunde: tú viejo tonto y nostálgico que recuerda la cara risueña del niño Alfonso: ¿Pero era cara o todo es máscara? ¿Y tenía menos cara que ahora que tiene máscara?
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