lundi 18 avril 2016

Ya no hay locos

Cuando entré en el departamento de Letras hispánicas como profesor de lingüística todavía estaba el gran especialista de Cervantes, el señor Canavaggio. Nos encontrábamos en el despacho que tendríamos que compartir y temía oír la voz de Sancho: "¿otro reprochador de vocablos tenemos? Pues ándose a eso y no acabaremos en toda la vida.". Pero no, el señor Canavaggio no era Sancho, era una persona muy fina con agudo sentido del humor, pero también de una extrema delicadeza y sobre todo, en aquel momento, muy preocupado por uno de sus estudiantes. Quisiera ahora contarles el caso como él me lo contó. Empleaba el señor Canavaggio lo que en la retórica clásica se llama estilo elevado o sublimio, el apropiado para contar hechos memorables, tal como corresponde al género literario renacentista: historia verdadera.

Cuando el licenciado Lorente se presentó a él, su director de tesís, aconchado en su timidez, ya intuyo el señor Canavaggio con quien tenía que vérselas, ya sabía de qué pie cojeaba. Había algo de quijotesco en aquel larguirucho con grandes aspavientos que no sabía donde meterse. Le ofreció una silla, en ella parecía desplomarse, pero pronto se recuperó y empezó de nuevo a agitarse, como si se sintiera incómodo. El licenciado Lorente pertenecía a esta clase ociosa y educada, no estrictamente intelectual, pero tampoco ignorante. Se proponía hacer su tesina sobre El Lazarillo de Tormes. ¿Por qué no? Se lo miró atentamente. Era de torpe aliño como de torpe entendimiento y amigo de fantasías, elucubraciones, insensatez, como no tardara mucho en revelarse.

En efecto, pronto se desvió del real camino como si fuera de la real academia de las letras para tomar otro rumbo, digamos, menos ortodoxo. La tesis apareció entonces como un mero pretexto para dejar el campo libre a sus ínfulas de escritor, pero si sólo fuera eso, eso fuera poco. El señor Canavaggio se acordará muchos años después de esa su confesión como él mismo solía llamarla. 

Al licenciado Lorente le afectaba sobremanera todo lo que estudiaba, lo tomaba todo demasiado a pecho. Según confesaba: cuando escribía en español era como si hiciera su latín, se sentía con alma de sacerdote; cuando leía en español era como si tomara un vehículo que lo trasladara a otro país, pero también a otra época remota. Los ejercicios de traducción le aparecían como una verdadera traición, un ejercicio de embusteros para embusteros. Que esto pasaba desapercibido y contribuía a la mentira general: que al final éramos todos iguales, semejantes, parecidos, y no sé que más ... mudables, transformables ... que nada se perdía, que todo se cambiaba. ¡Mentira, mentira! mucho se perdía por lo menos cuando se pasaba de un idioma a otro. Y lo que más se perdía era justamente lo que más valor tenía, lo más intrínseco al idioma traducido.

Esto lo ponía en falso con los demás estudiantes, puntualizó el señor Canavaggio. Así le parecía que sus compañeros de estudios los vivían mal. Y si se orgullaban de sus nuevas adquisiciones, y si se sentían cada vez más ricos de cada vez más palabras extranjeras capitalisadas, no les cambiaban, quedaban siendo iguales, los mismos, los mismos que se expresaban en otra lengua, con otras palabras. 

En cambio, él notaba como este idioma le estaba cambiando no por fuera sino por dentro: en su forma de pensar como en su forma de sentir. Qué resonancias, qué ecos dormidos, despertaba en él, cómo desde tanto tiempo callados y, de nuevo, llamados a la vida a través de las palabras, vidas restituidas por el idioma pérdido. Cuando empezó a pensar en español no manifestó la menor satisfacción propia a cualquier estudiante feliz de comprobar que había alcanzado cierto nivel de idioma, sino que le sorprendió constatar que siempre había pensado así. Pero que sólo ahora encontraba las palabras que mejor convenían a su pensamiento y, por ende, aúmentaban considerablemente la fluidez y nitidez de dicho pensamiento. Era como un paso más hacia la persona que le correspondía ser. Entendió entonces que todo su mal estar, todo su sufrimiento procedía no de las cosas de la vida sino de cómo solía referirse a ellas, de qué modo, con qué palabras.

Por pura casualidad, pero también con suerte, el señor Canavaggio se libró del licenciado Lorente. Al señor Canavaggio lo llamaban a la Casa Velasquez. El día anterior a su marcha le invitó a pasar por su casa donde no pudo ni ofrecerle una silla para sentarse ya que no había, estaba de mudanza. Ahí, de pie, un vaso de agua sí le ofreció, fue sin embargo donde tuvo lugar la confesión del licenciado Lorente. Se sintió autorizado a hacerla, cuando tenía que limitarse a su tesis, por el mero hecho de que ya no estaban en el recinto de la universidad. Cuando el licenciado Lorente acabó de concluir su confesión diciendo que en español (no en España) su destino hubiera sido distinto, el español lo hubiera modificado como ahora su sólo estudio le estaba cambiando profundamente aunque de forma casí imperceptible, al señor Canavaggio no le quedó la menor duda que tenía que vérselas con un loco y le dió un fuerte apretón de mano a guisa de despedida, acompañándole hacia la puerta por más seguridad de que saliera definitivamente de su vida, pero desgraciadamente no fue así.

Muchos años más tarde, de que perdí la cuenta, recibí la última carta de una larga correspondancia que entretenimos los dos durante nuestra no menos larga carrera docente. En un coloquio alrededor de la literatura de Shakespeare y Cervantes que tuvo lugar entre los días 20 y 22 de abril en la ciudad de Paris con motivo de la colaboración del Día de Cervantes se topó el señor Canavaggio con el licenciado Lorente. Estaba el señor Canavaggio con su vaso de agua de conferenciante en la mano, dispuesto en bebérselo de un trago -- al mucho hablar se le secó la garganta, --cuando lo vio, y casi se atragantó. Después, dijo en la carta, tuvo algunas dificultades en reanudar con su discurso pero llegó en fín a pasar por alto su presencia molesta y diría incluso olvidárselo si no fuera por esta mirada, fija, muda, inolvidable. 

El licenciado Lorente esperó a que el señor Canavaggio acabara su perorata y bajara de su percha. Lo hizo lentamente como se lo permitía sus muchos años y la poca gana que tenía de encontrarse con él. ¿Y su casa sin ajuar?, le dijo de sopetón el licenciado Lorente, haciendo referencia a un cuento de Cervantes y a cuando le invitó a su casa vacía. Se encorvó un poco más todavía el Señor Canavaggio como si quisiera no sólo esquivar la mirada sino también escurrir el bulto, pero no había manera, tenía que enfrentarse con él.
- ¿Y ahora que haces?
Le preguntó entonces el señor Canavaggio.
- ¿Ahora?
- ¿Sí, ahora?
Volvió a preguntar.
- ¿Eres catedrático, traductor, intérprete, sí ¿Ahora qué haces?
Después de quedarse un momento suspenso el licenciado Lorente le contestó.
- ¡Qué catedrático, qué traductor, qué intérprete! cinco años de lengua hispánica para ser quien soy y quien soy me basta y me sobra, quien soy sin etiqueta.
- ¿Y quién eres?
Le preguntó entonces el señor Canavaggio que muy bien se lo sabía. Según escribió en su carta no le contestó el licenciado Lorente que se fue musitando: "ya no hay locos amigos, amigos, ya no hay locos. Todo el mundo está cuerdo, terrible, horriblemente cuerdo. Ya no hay locos ... Ya no hay locos, amigos ...
                                                                                     

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