Se sentía cada vez más responsable de su lector, no quería defraudarle, tampoco robarle preciosos segundos de vida por nimiedades sin transcendencia ninguna. Luego, cuando estaba en forma, inspirado, con capacidades para atraerle en las aguas turbias de su angustiado pensar solía refrenar sus descabelladas ideas. Desde algunas semanas esta autocensura lo dejaba sin nada que escribir. Se conformaba con leer a otros, sobre todo a los clásicos, cuya lectura pasaba por enriquecedora. No se atrevía mucho con sus contemporáneos, podía ser una mera pérdida de tiempo.
Pero el prurito de escribir no hay quien se lo quite a uno. De allí sus interrogaciones hacia su lector -- interrogaciones que con el paso del tiempo llegaran a ser habitual en él, recurrentes. Escribiría años más tarde en uno de sus cuentos: "Y el héroe de mi cuento tenía la perniciosa y petulante manía de que el público ... se enterase de lo que él escribía.¡Habíase visto pretensión semejante." -- ¿Cómo podía él conocer a su lector? se preguntaba entonces. No era escribir como mandar mensajes a extra-terrestres ¿Quién podría augurar de sus reacciones?
Este argumento le hacía sentirse de nuevo libre de leer como de escribir cualquiera burrada y no tardó mucho en incurrir en ello. Y más sandeces se leía (ya se leía a sus contemporáneos) más se sentía, gracias a ellos, como autorizado para a su vez escribírlas. Esto mucho le cambiaba de su formación académica y de sus estudios universitarios donde tuvo que leer a ilustres nombres de la literatura que dejaron en él una huella indeleble. Tenían, no cabe duda, el prestigio que les otorgaba siglos de existencia. Tampoco sufrían de anacronismo. Exegetas se desvelaban por actualizar su pensamiento, para ponerles al tanto del día (¿Cómo él no iba a saberlo?). Pero, la verdad era que sin su armada de sabios, se desplomaría como un castillo de naípes sus tan consagrados volúmenes.
¡Si! eso y más, muy bien se lo sabía él, aunque callara, aunque incluso participara (¿No se lo imponía su cargo?) en que no se extinguiran del todo las voces del pasado. Pero tenía que admitir que aquellos maestros antiguos no le ayudaban mucho a la hora de escribir con su estilo anticuado y sus temas de predilección que ni siquiera llamarían la atención de nadie aparte de sus exegetas que siempre le iban a dar el toque de modernidad. No se lo había ocurrido a un editor hacer unos tebeos con Cervantes y Shakespeare, como que apenas se los leía y había que pasar de la letra a la imagen: último recurso, última salvación posible. Estaba su inmortalidad (otro tema que se hara recurrente en él) en peligro de muerte, su universalidad en peligro de reducirse a un microcosmo cada vez más microscópico de expertos. Hablar la lengua de Shakespeare como hablar la lengua de Cervantes (para tomar a dos ejemplos excelsos) era más o menos como hablar latin o griego, o sea dos lenguas muertas.
¡No! no le había ayudado a la hora de escribir y mucho se reía en aquella tertulia en la que no dejaban de valerse de sus ilustres predecesores. Entonces, fue cuando salió como de broma, que si no hubo más de un Cervantes y no habrá otro nunca más (hacia la apocalipsis, dijo), se debe más que otra cosa al hecho rotundo que si alguien escribiera como escribió el propio Cervantes y sobre lo que escribió el propio Cervantes seguro que ninguna editorial, digna de este nombre, lo publicaría. Se lo conocía como anticonformista, provocador, incluso se lo tachaba de reaccionario, pero no dejó por ello de levantarse una voz de desaprobación. Fue como animarle a proseguir. Ni que hablar de tradición literaria, a la hoguera (despertaba adrede tristes recuerdos en el pequeño círculo de literatos), quitarse de encima el inaguantable peso de los libros que se amontonan en las bibliotecas y peor en sus empolvados cerebros, dejar un resquicio por donde respirar.
El libro que uno escribe siempre tiene que ser el primero, seguía diciendo el buen hombre. ¡Si! tiene que ser el primero de todos no el penúltimo de una larga y exhaustiva lista. Y se reía. Se reía de su nueva teoría que levantaba en contra de otra: la del libro palimpsesto en el que se podía leer a todos los demás. Pero era pura provocación por su parte. Cómo iba a creerselo, demasiado había estudiado para ello. Pero estaba harto, más que harto, de esta pandilla de hipócritas con sus altisonantes referencias. Cuando uno escribe, lo sabían ellos, lo sabía él, uno está solo, como si no hubiera existido nunca Cervantes, ni Shakespeare, ni nadie, nadie. ¡Si! como si no existiera nadie menos un supuesto, probable (a veces incluso muy poco probable) futuro y potencial lector que ni siquiera uno (a pesar de su novelesca imaginación) llega a imaginarse, y menos puede contar con él, con su voto.
Sin embargo, como buen cristiano que era, él se sentía responsable con respecto a este lector. No podía despreciarlo tanto, imaginándose que cuando le caera su libro en la mano sería el primer libro que se leera dicho lector. Bien podía ser que no se había leído a Shakespeare y a Cervantes, pero sí a sus discípulos, sí a sus epígonos (pensaba en los de la tertulia). Y conforme iba aumentando el número de sus lectores aumentaba su deuda y se sentía él más acreedor de su lector hasta que llegué aquel día en el que se arrodillase (aunque nadie lo viera pero era creyente: creía en su lector) ante él arrepentido por toda esta maquinaria editorial, por todo este aparato crítico que participó en elevarlo a altura de los maestros antiguos. Sí, hasta aquel día que se arrodilló (aunque nadie lo viera sino Dios) y le confesara a su lector (que quería tanto como a su prójimo) que lamentaba mucho como buen cristiano no llamarse Shakespeare ni Cervantes porque él se llamaba Miguel de Unamuno.
Este caso de conciencia le ocurrió a Miguel poco antes de escribir en su alma y conciencia su nivola, nuevo género literario que nada le debía ni a los clásicos, ni a los de la tertulia, ni a su lector (¿Quién se la ha leído), ni siquiera a Dios. Pero quién sabe si lo tuvo este caso de conciencia y si todo eso no es más que un cuento, una sandez más, salida de una imaginación desaforada, de un espíritu trastornado, como los hay en nuestra época en que muy poco respecto se tiene al lector y todo se le cuenta sin ni siquiera hacer las cosas como Dios manda, guardar las formas.
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